La autoproclamación de Nicolás Maduro para un nuevo mandato presidencial en Venezuela representa un acto que carece de toda legitimidad democrática y consolida aún más el carácter autocrático de su régimen. Este hecho no solo profundiza la crisis política y humanitaria que enfrenta el país, sino que también constituye una afrenta directa a los principios democráticos consagrados en los acuerdos internacionales de los que Venezuela es parte.
El pasado jueves, catorce países de la Organización de los Estados Americanos (OEA) emitieron una declaración conjunta rechazando la investidura de Maduro, aludiendo a la falta de “pruebas verificables de integridad electoral” y al contexto de “persistentes violaciones de los derechos humanos” en el país. Esta declaración no surge en un vacío; refleja la preocupación de la comunidad internacional frente a un régimen que ha degradado las instituciones democráticas hasta convertirlas en meros instrumentos de perpetuación en el poder.
El sistema electoral venezolano, en teoría concebido para ser un garante de la voluntad popular, ha sido desmantelado a través de años de manipulación institucional, intimidación a opositores y control absoluto del Consejo Nacional Electoral (CNE). Las elecciones presidenciales que llevaron a la renovación del mandato de Maduro no fueron más que una farsa, caracterizadas por la ausencia de una competencia equitativa, la exclusión de candidatos de oposición clave y una participación extremadamente baja, lo que refleja el escepticismo y el desencanto de los ciudadanos. Las acusaciones de fraude, ampliamente documentadas por observadores internacionales, no son más que el colofón de un proceso marcado por la ilegalidad.
El rechazo a esta investidura no se limita a una cuestión meramente electoral. Los países firmantes de la declaración de la OEA también pusieron de manifiesto la crisis humanitaria que ha expulsado a más de siete millones de venezolanos de su país. Este éxodo masivo, una de las mayores crisis migratorias del mundo, es consecuencia directa de las políticas desastrosas y represivas del régimen chavista. La falta de alimentos, medicamentos y servicios básicos, combinada con una inflación descontrolada y el colapso de la economía, ha condenado a millones de venezolanos a la pobreza extrema.
Maduro y su círculo de poder no solo han desmantelado las instituciones democráticas, sino que también han utilizado el aparato del Estado para reprimir a la disidencia y consolidar su poder. Las manifestaciones del 9 y 10 de enero de 2025 son un ejemplo de ello: lo que comenzó como protestas pacíficas contra la investidura ilegítima fue respondido con violencia estatal, detenciones arbitrarias y represión sistemática. Estas acciones no son incidentes aislados, sino parte de un patrón bien documentado de violaciones de derechos humanos que incluye torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales.
La comunidad internacional tiene la obligación moral y política de redoblar sus esfuerzos para restaurar la democracia en Venezuela. Los principios de la Carta Democrática Interamericana no son simples aspiraciones teóricas; son compromisos concretos que exigen acción cuando se violan de manera flagrante. La exigencia de una transición pacífica no es solo una cuestión de principios, sino una necesidad urgente para evitar un mayor deterioro de la situación humanitaria y prevenir una escalada de la violencia.
Es imperativo que los esfuerzos diplomáticos y las sanciones internacionales se dirijan no solo a presionar al régimen de Maduro, sino también a apoyar a los actores democráticos dentro de Venezuela. La oposición, a pesar de estar fragmentada y enfrentarse a enormes obstáculos, sigue representando la esperanza de un futuro diferente para el país. La comunidad internacional debe proporcionar los recursos y el respaldo necesarios para fortalecer a la sociedad civil, proteger a los defensores de los derechos humanos y garantizar que los crímenes del régimen no queden impunes.
Por último, es crucial reconocer y aplaudir los “esfuerzos extraordinarios” de los países de acogida que han recibido a millones de migrantes y refugiados venezolanos. Este acto de solidaridad es un recordatorio de los valores compartidos que deben guiar a la región en momentos de crisis. Sin embargo, la solución definitiva a esta tragedia no puede ser la emigración masiva, sino el restablecimiento de la democracia y la reconstrucción de Venezuela como un país donde sus ciudadanos puedan vivir con dignidad y esperanza.
La continuación del mandato de Nicolás Maduro es una aberración que debe ser condenada por todos aquellos que creen en la democracia y los derechos humanos. Es hora de que la comunidad internacional adopte una postura firme y coordinada para garantizar que el régimen rinda cuentas y que el pueblo venezolano recupere su soberanía y su futuro. La historia juzgará a quienes permanecieron indiferentes ante esta tragedia, así como a aquellos que lucharon por un cambio real y duradero.